lunes, 2 de noviembre de 2009

La Muerte Madrina

Un hombre tenía doce hijos y, aunque trabajaba de día y de noche, apenas ganaba lo suficiente para darles pan. Al nacer un hijo más, se sintió acobardado y no sabiendo a quien recurrir en un apuro, salió a la carretera dispuesto a solicitar del primer desconocido que fuera padrino de su hijo.
El primero a quien encontró fue el buen Dios, quien ya sabía, como es natural, lo que quería el hombre. Le dijo Dios: -“Eres pobre y siento compasión por ti. Estoy dispuesto a ser padrino de tu hijo y a cuidar de él y hacerlo feliz en la tierra” Preguntó el hombre: -“¿Quién eres tú?” –“Soy el buen Dios” –“Pues no deseo que seas padrino. Das bienes a los ricos y dejas que los pobres pasen hambre” No sabía aquel hombre temerario que dios distribuye sabiamente la riqueza y la pobreza. Se separó del Señor y continuó su camino.
Se le acerco luego el diablo y le hablo en estos términos: -“¿Buscas padrino? Si quieres que yo lo sea, llenaré de oro a tu hijo y le proporcionaré todos los placeres de este mundo” “¿Quién eres tu?”, le preguntó el hombre –“Soy el diablo” –“Entonces, no te quiero por padrino de mi hijo. Tú engañas y descaminas a los hombres”
Siguió andando y encontró la descarnada muerte, que se dirigió a él y le dijo: -“Hazme madrina de tu hijo” -¿Quién eres tu?” –“yo soy la muerte, que a todos igualo” –“Tú eres la justiciera”, respondió el hombre, “la que no inclina su balanza a favor de los ricos. A ti escojo por madrina” La muerte dijo: -“Haré de tu hijo un hombre rico y famoso. Quien persevera en mi amistad, en nada puede fallar” –“Pues domingo es el bautizo. No faltes” Cumplió la muerte lo prometido y fue madrina del niño.
Cuando hubo crecido el muchacho, se presentó un día la muerte y le invitó a ir consigo al bosque. Anduvieron juntos un buen trecho y finalmente le mostró una hierba que crecía en un determinado paraje y le dijo –“Este es mi regalo de madrina. Serás un célebre médico. Cuando te llamen para asistir a un enfermo, me haré visible a tus ojos, sin que nadie más me vea. Si estoy junto a la cabeza del enfermo, puedes afirmar confiadamente que lo sanarás. Hazle tomar un poco del jugo de esta hierba y pronto estará curado. Pero si me ves al lado de los pies, di a la familia que todo es inútil y que ningún médico es capaz de salvarlo. Pero, guárdate bien de emplear el remedio contra mi voluntad, ya que tal acción sería funesta para ti.”
No tardó mucho el joven en convertirse en el médico más famoso del mundo. Todos decían de él: -“Es tanto su saber, que le basta con ver a un enfermo para decidir si puede curarse o si, por el contrario, es precioso que muera”. Lo llamaban desde muy lejos y ganó tanto dinero que pronto se convirtió en rico.
Enfermó el rey y pidieron al famoso médico que lo visitara. Al entrar en el regio dormitorio, vio la muerte a los pies de la cama, lo que indicaba que no estaba destinado el remedio a aquel enfermo. Pero el médico pensó en la celebridad que le proporcionaría la curación del monarca y dijo para sí: -¡Sí pudiera engañar a la muerte tan sólo una vez! Quizá no lo tomaría muy a mal por ser su ahijado y cerraría los ojos ante mi falta.” Hizo que cogieran dos hombres al rey, uno por la cabeza y otro hacia la cabecera de la cama y la cabeza donde antes tenía los pies, con lo que la muerte quedó junto a la cabeza del enfermo. Le dio luego a beber el jugo de la hierba y pronto estuvo curado el paciente.
No tardó en presentarse la muerte ante el enfermo rostro irritado. Amenazándole con el dedo, le habló de este modo: -“Me has engañado. Por esta vez, no tomaré venganza, en atención a que eres mi ahijado. Pero si vuelves a ejecutar algún acto en contra de mis decretos, te expulsaré del mundo de los vivos.
Poco tiempo después cayó gravemente enferma la hija única del rey. El padre lloraba continuamente y estaba sumido en la mayor desesperación. Publicó un edicto ofreciendo la mano de la princesa y la sucesión al trono a cualquier hombre que la curara. Acudió el famoso médico y vio la muerte a los pies de la enferma. Debiera haberse acordado de la advertencia de su madrina, pero la gran hermosura de la muchacha y el deseo del premio ofrecido le ofuscaron hasta tal punto, que olvidó toda prudencia, cogió a la princesa e invirtió su posición en la cama, de modo que puso la cabeza donde antes estaban los pies y viceversa. Ni se giró en la actitud de la muerte, que levantaba el brazo y le amenazaba con el puño. Administró el jugo de la hierba a la princesa y casi al instante reaparecieron los colores en su rostro y se restableció sin tardanza.
Al ver la muerte que la habían despojado con engaño por segunda vez de lo que le pertenecía, se acercó al médico en una ocasión en que se hallaba solo y le dijo: -“Estas perdido. Ahora eres tú quien debe morir” Le cogió del brazo con su descarnada mano con tal fuerza que no pudo oponer resistencia y se vio obligado a seguir a su madrina hasta la residencia subterránea de ésta.
Allí vio el médico millares y millares de llamas de todas las medidas, grandes, medianas y pequeñas. A cada momento, se apagaban unas y se encendían otras; aparecían llamitas aquí y allá, mientras otras se desvanecían, semejando una danza ardiente. –“Estas llamas” dijo la muerte, “son las vidas de los hombres. Las grandes corresponden a niños y las medianas a jóvenes, aunque también abundan los niños y jóvenes que tienen llamas pequeñitas.” –“¿Cuál es la mía?”, preguntó el ahijado. La muerte le mostró una llamita que amenazaba apagarse a cada momento. –“Esta es”, le dijo.
-“Querida madrina”, exclamó el médico, “Enciende una llamita para mí. Se buena conmigo y haz que pueda casarme con la princesa y convertirme en rey.”
-“Imposible”, respondió la muerte. “Antes de encender una nueva luz en este punto, es menester que sed apague la que hay ahora.”
-“Pero podrías ponerla sobre otra que arda mucho más para que le comunique su fuerza”
Hizo la muerte como si quisiera acceder a sus deseos y acercó a la llamita del médico una potente llama, pero con el brazo, como si fuera por descuido, hizo caer al suelo la llamita del médico, que al instante cayó muerto.
Fin
Jacobo y Guillermo Grimm