miércoles, 2 de septiembre de 2009

El último Viaje del Dr. Livingstone.


Palabra Cumplida


Celebre como explorador y esforzado misionero, el doctor escocés David Livingstone (1813-1873) creció en un ambiente de amor por el prójimo. Desde muy pequeño se ganó la vida en una fábrica de algodón y gracias al esfuerzo de su padres, estudió medicina y teología con excelentes calificaciones. Al término de su formación decidió orientarse por el trabajo humanitario y se inscribió en una sociedad de misioneros. Ésta lo envió a África, cuyos habitantes vivían en pésimas condiciones y eran víctimas del tráficos de esclavos.
En diversos puntos del continente, Livingstone realizó exploraciones con el propósito de abrir vías de comunicación que permitieran un acceso más fácil a las personas y mercancías para mejorar la calidad de vida de las diferentes tribus. Descubrió el lago Ngami y el río Zambeze. También halló las cataratas de éste que luego se llamaron Cataratas Victoria. Cuando hallaba grupos humanos, aunque no disponía de todos los medios necesarios, trataba de atender sus problemas de salud y alimentación. Lo más significativo fue, sin embargo, el conjunto de sus escritos enviado a Europa, en el que reportaba la injusticia y el sufrimiento producidos por la esclavitud. Aunque su efecto no fue inmediato, éstos contribuyeron a provocar un cambio a favor de la libertad.
Entre los ataques de animales, el hambre y el excesivo calor, Livingstone proseguía con su esfuerzo y creó una estrecha amistad con muchos nativos y jefes tribales que cobraron un enorme aprecio en él. Durante seis años perdió contacto con Europa.
En 1869 enfermó de disentería (una enfermedad intestinal), pero así siguió trabajando. Cuando ya no pudo continuar, los nativos de Zambia, sus amigos, lo colocaron en una camilla para llevarlo hasta un lugar donde pudiera recibir ayuda médica. Aunque el recorrido duró varias semanas, ellos no se cansaban. Su salud no mejoró y antes de morir pidió a sus amigos que hicieran llegar sus restos a Inglaterra.
El desafío era bastante grande, significaba transportarlos a lo largo de 1,500 kilómetros, sorteando graves peligros: animales salvajes, tribus enemigas y ríos de poderosa corriente. Lo más fácil era sepultarlo en el propio lugar de su muerte y quedarse con sus efectos personales, pero el sentido de lealtad –fundamental en las tribus africanas-, que tenían con él no les permitió traicionar su promesa.
Prepararon el cuerpo, hicieron un cuidadoso inventario de sus propiedades e iniciaron el viaje a pie hasta la costa del océano Índico. El recorrido duro diez meses (de abril de 1873 a febrero de 1874) y concluyó hasta cumplir la misión. Una vez en la costa, las pertenencias del doctor y sus restos fueron embarcados. Hoy descansan en la abadía de Westminster, Londres, pero su corazón quedó para siempre en África.